Por Meghan O’Rourke
Editora ejecutiva de The Yale Review y profesora de escritura creativa en la Universidad de Yale.
Resumen del artículo publicado en The New York Times.
En los últimos años, el avance de la inteligencia artificial generativa ha transformado discretamente —pero con fuerza— la forma en que escribimos, trabajamos y pensamos. Herramientas como ChatGPT se han convertido en asistentes incansables: redactan correos, resumen textos, sugieren ideas, proponen estructuras narrativas y hasta emulan estilos literarios con sorprendente soltura. Pero, ¿qué implica esta revolución para el oficio de escribir? ¿Estamos ante una aliada poderosa o una amenaza para nuestra expresión más humana?
La poeta y profesora de Yale Meghan O’Rourke se lanzó a explorar este dilema desde su experiencia personal y profesional. Lo que descubrió fue una mezcla fascinante —y preocupante— de eficiencia, seducción tecnológica y pérdida de agencia creativa.
ChatGPT la ayudó a sobrellevar las exigencias de su día a día: escribir memorandos, planificar menús saludables para sus hijos, organizar antologías poéticas. Para una madre trabajadora con secuelas físicas de enfermedades crónicas, tener a mano un “asistente” veloz, dispuesto y optimista fue una revelación. Pero con el tiempo, O’Rourke comenzó a notar algo más sutil: una desconexión emocional con lo que escribía a través de la IA. El proceso de escribir —plagado de dudas, errores y correcciones— estaba siendo reemplazado por una actitud cómoda.

Ese atajo intelectual no es inofensivo. Según un estudio reciente del MIT Media Lab, los usuarios que escriben con ayuda de IA demuestran menor actividad cerebral, recuerdan menos lo que han escrito y sienten menos propiedad sobre sus textos. O’Rourke lo describe como una especie de "fantasma con sintaxis sedosa" que escribe en su lugar. Y aunque puede parecer un alivio en tareas mecánicas, ese efecto se vuelve preocupante cuando hablamos de creatividad, pensamiento crítico y formación personal.
En la universidad, el impacto es todavía más contradictorio: mientras se acusa a los estudiantes de hacer trampa usando IA, las propias instituciones promueven estas herramientas como aliadas del aprendizaje. La incoherencia reina. Y el riesgo es que la escritura deje de ser una práctica formativa para convertirse en un trámite externalizado.
¿Estamos formando pensadores o simplemente operadores de prompts?
O’Rourke propone que repensemos la educación en este nuevo contexto. Tal vez sea hora de abandonar las notas con letras en las clases de escritura, incorporar más redacción presencial y fomentar el proceso por encima del producto. Escribir debe seguir siendo una forma de explorar el pensamiento, de descubrir lo que aún no sabíamos que pensábamos. Y eso, sostiene, no se logra con respuestas rápidas y frases impecables generadas por una máquina.
Como escritores, como educadores, como lectores, debemos defender lo que la IA no puede ofrecer: la atención profunda, la extrañeza de lo nuevo, la alegría de encontrar —con esfuerzo— las palabras justas. Porque escribir no es solo comunicar; es cuidar, es crear, es resistirse a la eficiencia en favor del sentido.

La escritora concluye con una escena doméstica poderosa: sus hijos jugando con Legos, inventando palabras, riendo juntos. Ese caos creativo, ese lenguaje vivo que se desborda sin intención ni algoritmo, es lo que está en juego. No solo la escritura, sino nuestra manera de estar en el mundo.
La traducción, el resumen y las imágenes han sido elaboradas con ChatGPT.